viernes, 15 de marzo de 2013

Talara en el recuerdo

Transcurría el año 1944.  La segunda guerra mundial todavía azotaba con sanguinario furor el continente europeo.  El Perú, aunque separado por un vasto océano de aquel horroroso escenario, se encontró participando en el conflicto como proveedor de materia prima para satisfacer las apremiantes necesidades de los aliados.  Talara, por su refinería, era uno de los contados centros de producción de combustible en el occidente y por lo tanto se convirtió en un punto estratégico muy valioso para los Estados Unidos.  Incluso, Talara devino en una importante base de la fuerza aérea norteamericana.  Los yacimientos de petróleo de la Brea y Pariñas constituían monopolio exclusivo de la International Petroleum Company, subsidiaria de la legendaria Standard Oil de New Jersey.  En septiembre de aquel año, 1944, mi madre me trajo al mundo.  Como muchos de nosotros, tuve la inmensa fortuna de nacer en la Talara de aquel entonces.

Existen muchísimas Talaras.  Múltiples Talaras para satisfacer todos los gustos, exigencias y caprichos de hasta los más ortodoxos en materia de recuerdos.  Y cada una de esas variopintas Talaras es coloreada y proyectada de acuerdo a la época y a las experiencias e idiosincrasias individuales de cada talareño que vino al mundo bajo su inmenso cielo estrellado.  Me estoy refiriendo, metafóricamente por supuesto, a las diversas y policromadas Talaras que perduran y viven en los recuerdos de todos los talareños de diversas generaciones que la habitamos en diferentes épocas.  

Todos somos protagonistas anónimos de nuestras pequeñas historias, y todos vamos cargando a cuestas por doquiera que nos llevó el destino, los recuerdos de nuestras vivencias en Talara.  Obviamente, los recuerdos no constituyen la historia propiamente dicha.  La historia analiza e interpreta, los recuerdos aspiran a revivir la vivencia. Y esta pequeña reseña personal es simplemente lo que pretende ser: un breve bosquejo muy personal, quizá hasta anecdótico, de algunos aspectos de la Talara de mi adolescencia.  Y cabe añadir, de la manera como mi memoria los recuerda.  

Aquella Talara, mi Talara, la Talara de los cuarenta y cincuenta, era una pequeña, tranquila y bostezante ciudad adormecida por la sempiterna cálida brisa del pacifico.  Las casas eran de madera y estaban adosadas las unas a las otras en unas estructuras que llamábamos canchones.  Estos canchones se asentaban sobre unos pilares de un metro mas o menos de alto que dejaban un espacio protector entre el suelo de arena y el piso de madera de las casas.  Utilizábamos esos espacios abiertos –debajo del piso- para jugar a las escondidas y hacer otras múltiples travesuras.  Se accedía a las casas por una pequeña escalera que daba a un largo corredor que se utilizaba para tomar el aire, conversar con el vecino, o dormir en las noches calurosas de verano.  Algunas familias cerraban esos corredores y los convertían en cuartos de estar, en pequeñas tiendas caseras o simplemente en cuartos que alquilaban o simplemente cedían a algún familiar o alguna familia necesitada.  Incluso, las familias más imaginativas a veces desbarataban temporalmente las paredes que las separaba del vecino para celebrar aniversarios especiales.  Obviamente, el vecino era el invitado de honor y le servían el mejor plato. Otros ponían en sus corredores sendas mecedoras y hasta columpios. 

Las casas, aunque proveídas de gas para las cocinas, carecían de agua corriente y electricidad.  Para alumbrar el interior se utilizaban lámparas de queroseno o de aceite.  Existían pilas, caños o grifos comunales de agua y baños públicos en la parte posterior – o postigo- de las casas.  El agua era transportada a las casas en latas de aluminio donde se almacenaba en tinas, cantaros o en viejos barriles de petróleo.  El cargador de agua se convirtió era una figura indispensable de aquella época.  Uno de ellos era Aurelio, un pobre muchacho epiléptico victima de la crueldad de los niños que de lejos le gritaban y azuzaban llamándolo “El loco”.  Aurelio, muchacho recio y de cuerpo fibroso por el  diario ejercicio, amarraba dos latas a los extremos de un largo palo, llenaba las latas de agua en la pila de agua, levantaba el palo entre sus hombros y se ganaba la vida repartiendo agua por los vecindarios.  

Otro personaje casi mítico de aquel entonces era Chinto Matón, un hombre extraño, rodeado de novelesco misterio.  Solamente verlo daba miedo por su barbas casi bíblicas y su atorrante vestimenta.  Abundaban las historias a su derredor.  Se decía que vivía en una cueva en las afueras de Talara y que de joven había matado a su mujer a cuchilladas.  Andaba con un enorme carretón por el mercado y se ganaba la existencia como cargador.  Otro personaje que deambulaba por esas entonces tranquilas calles de Talara era Pacora.  Se vestía siempre de oscuro y se cubría el rostro con un pañuelo negro para esconder las deformidades causadas por la viruela.  A veces iba acompañado de otro personaje muy popular, esta vez femenino, a quien llamábamos La Fedima. 

En aquella Talara de los cuarenta y los cincuenta, los años parecían trascurrir lenta, tranquila y perezosamente.  Habían solamente dos escuelas primarias, una para hombres y otra para mujeres.  De igual manera existía un colegio secundario, el Ignacio Merino, que fue mixto hasta el año 1958 en que se creo el colegio para mujeres la Inmaculada.  Como el Ignacio Merino era el único colegio secundario, por obligada necesidad, se convirtió en una especie de institución democratizadora.  Al Ignacio Merino asistíamos mezclados tanto los hijos de los obreros, de los comerciantes, de los ingenieros, de los altos ejecutivos de la Internacional Petroleum que vivían en Punta Arenas y los hijos de los militares de la base aérea. Allí nos conocimos y compartimos aulas y profesores todos los adolescentes que siguieron estudios secundarios procedentes de todo ese entorno demográfico durante aquella época. 

Aunque al terminar las clases cada quien regresaba a su respectivo barrio, en el Merino se establecieron amistades intimas que habrían de perdurar, algunas de ellas, por el resto de nuestras vidas.  Tuvimos la fortuna de tener algunos excelentes profesores, pero en conducta y comportamiento imponía orden, pito en mano, el Gran Varela.  Aunque bajo de estatura, su presencia Napoleónica, suscitaba un profundo respeto.  Incluso los más grandes, manganzones, atrevidos y revoltosos del colegio, le temían.

Durante el trascurso de nuestra adolescencia, Talara gradualmente se fue transformando y modernizando.  Los canchones de madera fueron substituidos por casas de ladrillo equipadas con agua corriente, baños propios y electricidad.  Las calles se convirtieron en parques.  Se ampliaron y extendieron las avenidas.  Se construyó el Centro Cívico.  Se erigió un nuevo mercado.  Se edificaron nuevos cines y para el año 61 en que acabé la escuela secundaria, los últimos canchones que aun permanecían estaban en el barrio policial frente la playa.  Con los viejos canchones se fue construyendo y levantando primero Negritos, y después el Tablazo.  En el año 1956 Talara fue elevada a la categoría de provincia. 

Fue por aquel entonces también que Talara se convirtió en un modelo de ciudad nacional por su planificación urbana excelentemente delineada y concebida, el eficiente alumbrado eléctrico que se extendía por toda la ciudad, la eficacia de los servicios sanitarios y de salubridad, la esmerada limpieza de sus calles, la abundancia de agua potable, el fácil acceso al policlínico, la seguridad y tranquilidad de sus calles, la carencia de crimen y sobretodo, la civilidad ciudadana.  

El año 1961 salí del Perú con rumbo a Europa y desde entonces no he vuelto a Talara.  A lo largo de toda mi existencia he tenido la fortuna de estudiar, vivir, trabajar, viajar y conocer diversos países, pero todavía conservo y atesoro las vivencias de aquellos años alegres, felices, irresponsables, somnolientos, idealistas e inocentes de Talara.  Obviamente que nosotros los de entonces, como sentenció el poeta, ya no somos los mismos, como tampoco lo es Talara.  Y de aquellos jóvenes de mi generación que gozamos el privilegio de  conocer esa ya remota Talara vamos, inexorablemente, quedando cada vez menos.  

Naturalmente, desde mi lejana perspectiva espacio-tiempo, Talara continua siendo aquella Talara de mi adolescencia que quedó cincelada y congelada en mi recuerdo.   No conozco otra Talara.  En cambio otros, como mi gran amigo de la niñez Ricaldi Ramírez Ruiz, tienen que vivir diariamente tratando de reconciliar, trascender y compaginar, de manera sobria y digna, aquellos cálidos recuerdos de esa Talara ya distante en el tiempo, con la inexorable realidad histórica del presente, de esa Talara en curso que yo ya no conozco. 

Al cumplir 57 años desde su elevación a Provincia, cabría preguntarse: ¿Cómo se podría definir el proceso de transformación de la ciudad de Talara en estas últimas cinco décadas?  La historia tendrá que dar su veredicto al respecto.

  • HILDEYARDO RAMIREZ PAREDES.
  • AUSTIN-EE-UU--PROMOCIÓN IGNACIO MERINO 1961.
 

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