jueves, 31 de enero de 2013

GABO VISTO POR SU AMIGO MAS CERCANO

 
Eligio Marcía Márquez, el hermano del premio Nobel de Literatura al que todos llaman Gabo, contó en 1971 lo que el más famoso de los escritores de lengua española del siglo XX dijo cuando empezaron a atosigarle con las consecuencias de la gloria. Lo que él quería ser era pianista en Zúrich.
 
 
La historia fue como sigue, según Eligio. Ya le buscaban de todas partes, porque su novela Cien años de soledad, publicada cuatro años antes, había tenido un éxito abrumador y le daban premios que para él eran castigos. Así reaccionaba ante la gloria: “Pienso que más valiera estar muerto”, le dijo a Armando Durán. “Lo peor que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, y en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas”.
 
Como salchichas en todas partes; ya García Márquez estaba marcado por esa gloria que lo martirizaba. Y decía: “Me he negado a convertirme en un espectáculo, detesto la televisión, los congresos literarios, las conferencias, la vida intelectual, y he tratado de encerrarme dentro de cuatro paredes, a diez kilómetros de mis lectores, y sin embargo ya me queda muy poca vida privada: mi casa, tú lo has visto, parece siempre un mercado público”.
 
Había renunciado a premios en Italia y en París, “no solo por pudor, sino porque pienso que también esto es mentira”; quería dedicarse tan solo a “las canciones de los Rolling Stones, la revolución cubana y cuatro amigos”.
 
Fue entonces cuando le preguntaron: “Y si no hubieras sido escritor, ¿qué habrías querido ser?”. Contestó: “El otro día, entre dos trenes, me refugié de una tormenta de nieve en un bar de Zúrich. Todo estaba en penumbra, un hombre tocaba el piano en la sombra, y los pocos clientes que había eran parejas de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera escritor habría querido ser el hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara, solo para que los enamorados se quisieran más”.
 
Ahora se publican dos libros en los que aparecen esos dos Gabo, uno haciendo periodismo de día y el otro haciendo literatura de noche, como si fuera destejiendo en un sitio y tejiendo en otro, agarrando por los pelos la realidad y agarrando los sueños por donde más se desvanecen, es decir, contando historias que nunca pasaron o que pasaron porque él las contó.
 
Un libro es Gabo periodista, que ha juntado en torno al oficio de García Márquez a algunos de sus colegas (escritores o periodistas), a los cuales la Fundación para el Nuevo Periodismo, que él fundó, les pidió que buscaran en la ingente producción periodística del autor de Relato de un náufrago lo que más les impresionara. El resultado –un libro que han publicado la fundación de Gabo y el Fondo de Cultura Económica con el apoyo fundamental de la Organización Ardila Lülle– es abrumador, pero no por la cantidad sino por la evidencia de que este escritor de periódicos que no dormía ni comía cuando aún ni era famoso ni tenía un peso ha escrito el mejor periodismo en español de este siglo.
 
Con Plinio Apuleyo
 
El otro libro es Gabo. Cartas y recuerdos, de uno de los primeros amigos de García Márquez, el periodista y escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, con quien viajó por América Latina y por Europa cuando ambos eran unos chiquillos, como decía el propio Gabo, “felices e indocumentados”. Este libro ya conoció una versión anterior, en el 2000; ahora cuenta Mendoza que se han añadido algunas cartas que tienen que ver, sobre todo, con la aventura de escribir Cien años de soledad.
 
García Márquez, recién publicada su obra cumbre (la primera edición salió el 5 de junio de 1967), halla tiempo en medio de la vorágine para decir cómo es “el mamotreto por dentro”. Cien años de soledad había hecho un largo recorrido, “en realidad (…) fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de 'La casa', y que abandoné al poco tiempo porque me quedaba demasiado grande”. Plinio y Eligio cuentan por separado, uno ahora y el otro en 1971, el trayecto de esa novela en los momentos finales. Dice Eligio: “Un día de enero de 1965, mientras guiaba su Opel por la carretera de Ciudad de México a Acapulco, surgió íntegra en su mente la novela que venía imaginando pacientemente desde su adolescencia. En una decisión suicida dejó la economía de la casa en manos de Mercedes, su mujer, y se encerró a escribir el libro que le daría prestigio, pero también soledad”. En 1967, después de aquella carta que Plinio recoge, Cien años de soledad apareció en la Editorial Sudamericana de Buenos Aires y ya desde entonces no dejó de ser reimpresa hasta pulverizar récords editoriales.
 
Pero mientras se hizo, lo revela el propio Gabo, fue un dolor de cabeza, acentuado por el hambre que pasaban él y su familia, como recuerda Mercedes Barcha, su mujer, al frente de una aventura de subsistencia de la que él procuraba no enterarse. Ella se lo cuenta en una entrevista rara –porque ella no suele hablar en público de la obra de su marido– que le hizo Héctor Feliciano en México y en Cartagena de Indias y que aparece como uno de los colofones del libro Gabo periodista. “De Mercedes, en realidad, se sabe poco”, informa Feliciano en el preámbulo de esta conversación. “Hasta ahora ha concedido dos cortas entrevistas que datan de los años ochenta. Conversó solo una vez con el biógrafo inglés de su esposo (Gerald Martin) y luego no quiso verlo”. Aquí, en presencia de Jaime Abello, el director de la fundación, y de otras personas de su círculo más íntimo, Mercedes sí habla, aunque poco, cada vez que lo estima pertinente. Ella asistió a aquel parto literariamente sublime, el de Cien años de soledad, pero no quiso leer ni una línea hasta que el manuscrito, que ella misma envió a la editorial, en dos paquetes, para que el envío saliera más barato, fuera el libro cuya cubierta diseñó Vicente Rojo.
 
Cuando le mandaron el trabajo ya impreso desde Sudamericana, le cuenta Mercedes Barcha a Héctor Feliciano, “lo leí en la cama y Gabito estaba acostado al lado mío, a ver cómo reaccionaba. Lo leí avorazada”. Esa voracidad (avorazada es un “adjetivo costeño”, del Caribe colombiano, aclara Feliciano) la llevó a leerlo tres veces y a considerar, entonces y ahora, que es el mejor libro de su marido. “Es una maravilla. Ese capítulo de la lluvia y de la peste. ¡Esa Úrsula! La pobre Úrsula es una maravilla”. ¡Y la novela entera! “¡Es que es como un torrente! Uno pasa de capítulo y no se da cuenta. Cuando vas de un capítulo a otro, tú no lo notas”.
 
Había como una intuición internacional a favor del libro aun antes de que este se hiciera carne y habitara entre nosotros. La agente del boom, Carmen Balcells, se estaba encargando de lo más delicado, ponerle patas a Cien años de soledad, hacer que caminara por el mundo; Mario Vargas Llosa, que ya era uno de los autores más prominentes de la literatura en español, también toca a rebato. Ahí lo cuenta García Márquez, que informa en una de las cartas a Plinio: “El libro sale en mayo en español. En francés ya lo tomó Les Éditions du Seuil, y en los EEUU está sucediendo algo con lo cual no pude ni siquiera soñar durante mis hambres parisinas: Harper & Row tiene la opción, pero Coward McCann (a quienes Vargas Llosa hizo creer, en una carta, después de leer mi libro, que era el mejor que se ha escrito en muchos años en lengua castellana) está dispuesto a quedarse con él. Mi agente (…) ha citado en Londres a los representantes de las dos editoriales, a ver quién da más”. Gabo salía del frío del hambre y veía un mundo de cifras que entonces le estremecía: “El precio que les lleva me parece escalofriante: 10.000 dólares, como anticipo de derechos. Yo me amarro los pantalones y trato de poner una cara muy natural”.
 
Esa carta en la que ya la suerte parece echada acaba muy al estilo Caribe: “Muy bien, compadre, se acabó el carbón”.
 
 
LA BOMBA QUE SE VENÍA
Y ya no habría más carbón; ese libro lo cubrió de oro. Algo antes, cuando Gabo y Vargas Llosa fueron juntos a Bogotá, a festejar el premio que este acababa de obtener, el Rómulo Gallegos que le concedieron en Caracas por La casa verde, la fiesta era enorme, pero García Márquez, recuerda Mendoza, estaba a un lado, “en la escalera, con un plato en la mano, hablando de literatura”, él y su amigo Plinio “olvidados de todos”. Pensó Plinio, y lo deja por escrito: “Si supieran la bomba que este ha fabricado…”.
 
La bomba estalló. La carrera ya fue firme, hasta el Nobel. En aquella conversación de Héctor Feliciano con Mercedes Barcha interviene de vez en cuando el marido de esta. Dice García Márquez: “El Nobel me volvió viejo. Llegó en un momento en el que uno se convierte en viejo. Ya no me dejo tocar”. Mercedes lo vivió. Le dice a Feliciano: “Era antes peor. El Nobel era la culminación del alboroto. Fue entonces cuando se alborotó el paraco”, frase costeña, aclara el entrevistador, que alude al “cabello alborotado y rebelde”.
 
Al final de la ceremonia del Nobel, a la que acudieron, ruidosos, todos sus amigos, después de las solemnidades en las que él desafió el protocolo yendo de liquilique, Plinio le escuchó decir a su amigo Gabo:
 
“Mierda, ¡esto es como asistir uno a su propio entierro!”.
 
Antes y después del Nobel, García Márquez buscó esos refugios a los que aludía su hermano Eligio. ¿Melancólico, quizá, solitario? Lo es en grado sumo, pero él lo gradúa. Durante años, en su juventud y más adelante, compartió viajes y trabajos, en Europa, en Venezuela, en Colombia, con Plinio Apuleyo Mendoza, y este lo refleja en sus recuerdos (Aquellos tiempos con Gabo, que reaparece ahora con las cartas añadidas y algunas impresiones nuevas). ¿Esa melancolía ha existido? Dice Mendoza: “Francamente no. Los nacidos en el altiplano colombiano, mundo de vientos fríos y montañas brumosas, tenemos ese rasgo, pero no los nacidos en la costa Caribe, como Gabo. Más bien son hombres alegres. Si viven algún drama, saben ocultarlo”.
 
Cien años de soledad fue su consagración; su júbilo fue pronto deseo de ocultarse. Años atrás, en La Habana, se había encontrado, en la otra acera, con Ernest Hemingway; consciente desde mucho antes de su propia gloria de que la fama te rodea de una espuma de la que no te puedes salvar, se limitó a gritarle al Nobel de El viejo y el mar: “¡Maestroooooo!”.
 
Desde que salió ese libro que tanto sudor le costó y tanto éxito le produjo, se ha sentido acosado y ha querido quedarse “con los cuatro amigos” de los que habla también en el curso de esa conversación que Héctor Feliciano le hizo a Mercedes Barcha. Al final del retrato que compone Eligio de cuando Gabriel estaba en el cenit de su fama, en 1971, escribe el hermano menor del Nobel: “Alguien le propone que lo acompañe al centro de Bogotá. '¿Salir a la calle? ¿Estás loco? En Barranquilla lo hice y hasta los bomberos me reconocieron'”. Pero inmediatamente cambia de tono, feliz: “Lo lindo fue que me saludaron gritando: ¡Gabooooo!”.
 

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