lunes, 14 de octubre de 2013

A C T U A L I D A D

LA MISMA PIEDRA
 
 
(Editorial) La misma piedraEn lo que va de este Gobierno, en medio del buen sentido mostrado en mantener las líneas esenciales del manejo macroeconómico nacional, ha habido varios intentos, todos ellos muy entusiastas en sus respectivos momentos, de relanzar algunas de las grandes empresas estatales de nuestro pasado. Así, Petro-Perú hizo titulares una y otra vez con planes invariablemente multimillonarios a ser supuestamente autofinanciados pese a que la compañía tiene utilidades anuales de alrededor de S/.100 millones. Enapu, por su parte, estuvo a punto de volverse el socio obligatorio de quienes quisiesen volverse concesionarios de los puertos que aún siguen en manos del Estado. Y algunas otras empresas, como el Agrobanco, han recibido importantes inyecciones de dinero para financiar la ampliación de sus actividades.
 
En todos estos casos, muchos de los defensores de las empresas públicas citaban los exitosos casos internacionales de “capitalismo de Estado” que, en los últimos años, parecían estar protagonizando en el escenario internacional diferentes megaempresas estatales, la mayoría de ellas creadas por las nuevas estrellas de la economía internacional, como China, Rusia o la India. Y, de hecho, en el 2009, justamente cuando el capitalismo convencional, por así llamarlo, parecía hacer crisis, cuatro de las diez empresas de mayor valorización en el mundo eran estatales: tres empresas chinas y Petrobras, la petrolera brasileña.
 
Sin embargo, un interesante informe publicado recientemente por la prestigiosa revista “The Economist” ha venido a recordarnos cómo estos gigantes que habían inflado las grandes economías emergentes tenían pies de barro. En efecto, desde ese mismo 2009 a la fecha, las diez empresas estatales más grandes del mundo han perdido valor por la increíble cantidad de US$2,2 millones de millones: ni más ni menos que el 60% de lo que tenían en ese entonces. Y no es el caso que se pueda culpar a la caída del precio de las materias primas que la mayoría de ellas venden: las compañías privadas equivalentes han perdido mucho menos valor en el mismo plazo. A manera de ejemplo, “The Economist” apunta que hoy en día Gazprom, la gasífera estatal rusa, es valorada en tres veces sus ganancias, mientras que Exxon, una empresa privada norteamericana similar a Gazprom en cuanto a su tipo de producto, está valorada en 11 veces sus ganancias.
 
En realidad, ninguna de las empresas estatales cuyos casos menciona la revista necesita motivos externos a ellas para explicar la desconfianza de los inversores y la consiguiente caída de sus valoraciones en las bolsas en que cotizan. A todas ellas más bien parece haberlas alcanzado esa fuerza de gravedad que, tarde o temprano, parece acabar jalando para abajo a todas las empresas estatales. Es decir, a las empresas que, en lugar del interés de un dueño que se juega en ellas su propio patrimonio, tienen tras de sí a una serie de políticos que, por un lado, están arriesgando en ellas recursos de terceros (los contribuyentes) y que, por otro lado, suelen estar más interesados en que esas empresas les rindan votos a ellos que utilidades al Estado.
 
Así, la antes citada Gazprom despilfarra anualmente la increíble cantidad de US$40.000 millones en ineficiencia y corrupción, según un estudio del Peterson Institute. En China, los grandes bancos estatales están plagados de malos créditos porque el gobierno estaba interesado en auspiciar un ‘boom’ del consumo. Y el ex jefe de Petro-China, una compañía estatal que llegó a cotizar en US$1 millón de millones, está hoy investigado por corrupción. Petrobras, por su parte, está enfrentando los reclamos constantes de sus minoritarios privados porque construye refinerías no rentables y favorece a proveedores locales en un aparente esfuerzo por captar votos para el partido de gobierno.
 
En todos estos casos, la presencia de inversionistas privados minoritarios –una fórmula que a menudo se propone entre nosotros para garantizar el futuro buen gobierno de Petro-Perú– parece haber servido de poco o nada para ayudar a la eficiencia de estas empresas. Y es que, en palabras de la revista, “el modelo híbrido de empresas que deben responder a inversionistas y políticos está tan lleno de contradicciones como Karl Marx dijo que lo estaba el capitalismo”. Después de todo, a los accionistas privados les importa poco que los proveedores sean locales o no, mientras que sean los que les permitirán lograr la combinación de calidad-precio más competitiva y, por lo tanto, hacer más dinero.
 
Todo esto, dice “The Economist”, ha reafirmado la “vieja regla” de que las empresas estatales no son buenos negocios. Y a nosotros solo nos queda esperar que no sea el Perú el que se ponga a crear la oportunidad para reconfirmarla todavía una vez más.

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