jueves, 1 de agosto de 2013

LA HEROÍNA DE LA INDEPENDENCIA.
 
 
RECUERDO QUE, en mi niñez, me impresionó mucho una pintura del fusilamiento de María Parado de Bellido. Allí se la ve erguida, con el brazo recogido sobre el pecho y la mirada altiva, como desafiando al pelotón de fusilamiento, y a su lado, un sacerdote orando.
 
Todo eso le da a la pintura un hondo dramatismo. Aunque no sé quién habrá sido el autor o la autora del cuadro, sí tengo claro que la obra representa magistralmente el trágico momento en el que ofrendó su vida una de las mujeres más fulgurantes de nuestra historia.
 
Sobre el año de su nacimiento y el lugar donde vio la primera luz, los historiadores no se han puesto de acuerdo. Para unos, María Andrea Parado de Bellido nació en 1761; para otros, en 1777. Lo curioso es que las fuentes coinciden en el día y el mes: 5 de julio.
 
Lo más probable es que la heroína haya nacido en 1777, pues me resisto a pensar que colaboró con la causa de la Independencia cuando ya contaba con 61 años, edad que tal vez no le hubiera permitido actuar con la energía y la presteza exigidas por su trabajo.           
 
Más creíble es que entonces tuviera 45 años, que es lo que más o menos aparenta en los cuadros que se conocen de ella. En cuanto a su lugar de nacimiento, casi todo apunta a que fue en Cangallo y no en Huamanga, como sostienen algunos de sus biógrafos.
 
María era quechuahablante; no sabía leer ni escribir, como la gran mayoría de las mujeres andinas de aquella época. A los 15 años se casó con Mariano Bellido y concibió siete hijos. Era una mujer dedicada enteramente a su hogar cuando, a fines del año 1820, sonaron los clarines de la libertad en su tierra, que pugnaba desde 1814, a través de sus valientes morochucos, por independizarse de la corona española.
 
Su esposo fue el primero en integrarse al grupo de patriotas organizado en Paras (Cangallo). Luego lo hicieron sus hijos Mariano y Tomás, con el fin de colaborar en la guerrilla auspiciada en la sierra central por el general Juan Antonio de Álvarez Arenales, que obedecía a la estrategia del general José de San Martín, orientada a desgastar al Ejército realista.

Mientras Mariano Bellido y sus hijos colaboraban como correos de las huestes patriotas, ella se dedicó a observar los movimientos del Ejército enemigo.
 
Como no sabía escribir, dictaba a un amigo de confianza –su compadre, según algunos historiadores– las cartas en las que anunciaba a su marido los movimientos realistas.
La última de sus misivas decía así:
 
-Huamanga, marzo 26 de 1822. Idolatrado Mariano: Mañana marcha la fuerza de esta ciudad a tomar la que existe allí, y otras personas, que defienden la causa de la libertad. Avísale al Jefe de esa fuerza, señor Quiroz, y trata tú de huir inmediatamente a Huancavelica, donde nuestras primas las Negrete, porque si te sucediera una desgracia (que Dios no lo permita) sería un dolor para tu familia y en especial para tu esposa, Andrea.
 
Fue así cómo, el 29 de marzo de 1822 –y gracias a su información–, las tropas patriotas abandonaron el pueblo de Quilcamachay, que al día siguiente fue ocupado por los enemigos, quienes, al mando del general José Carratalá –tristemente célebre por su crueldad–, hallaron en la alforja de uno de los guerrilleros una de aquellas cartas. Ese mismo día, 30 de marzo, Carratalá ordenó su captura. Fue entonces severamente interrogada, pero no dijo nada. La sometieron a distintas torturas, pero ella mantuvo su heroico silencio
 
 
Cuando Carratalá se quedó sin argumentos para convencer a María Andrea de que denuncie a los principales patriotas y revele el nombre de la persona que redactaba sus cartas, ordenó que quemasen su casa y, luego, irritado por su silencio, ordenó su fusilamiento. Antes de cumplirse la pena, la obligaron a dar la vuelta a la plaza huamanguina; en cada esquina, un oficial leía el bando de la sentencia dictada por Carratalá. La acción era justificada como “escarmiento y ejemplo de los posteriores por haberse rebelado contra el rey y señor del Perú”. Una vez que dio la vuelta a la plaza, se la fusiló en la Plazuela del Arco, donde actualmente se levanta su estatua.
Al escribir esta semblanza, ya con muchos años encima, he vuelto a ver la pintura de su fusilamiento –esta vez a todo color–, y mi impresión ha sido acaso mayor, pues de niño no tenía conciencia de la grandeza de su espíritu y de su amor sublime por el suelo que la vio nacer. Mi admiración ahora es tan grande que pienso escribir un opúsculo sobre su vida y participación en el proceso de la Independencia.

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