viernes, 19 de octubre de 2012

 
Desestructurando al Estado
 
La ofensiva subversiva y su avance en el territorio nacional son ya innegables y son el resultado no solo de la inacción política de los que tienen responsabilidad de gobierno, que prefieren ponerse de perfil y delegar a los “especialistas” el liderazgo y conducción del enfrentamiento a los que quieren desestructurar mediante la lucha armada al Estado “burgués”, para que sean “solo aquellos” los que carguen con la responsabilidad política y penal.
 
Pero la desestructuración del Estado “burgués” no solo se logra mediante la lucha armada, sino también a través de la lucha jurídica y cultural (Gramsci) y es justamente en el área jurisdiccional donde muchos de los involucrados en la lucha antisubversiva han sentido y sufrido un accionar concertado y sistemático.
 
Si consideramos, por ejemplo, el trato que se le ha dado y viene dando a los héroes de la (esa sí) Operación Impecable, que recuperaron la embajada de Japón de las manos de ideologizados asesinos, podemos advertir que será muy difícil que mandos militares o policiales tengan la voluntad (masoquista) de asumir, en estas circunstancias, responsabilidades propias y además, las que le corresponden a la autoridad civil en la lucha antisubversiva. Más si consideramos la dejadez en el avituallamiento, apoyo logístico y jurídico que sufren nuestros combatientes de parte de los responsables de mantener la estructura del Estado.
 
El Estado y el Derecho son instrumentos de una sociedad para ordenar sus relaciones y garantizar su supervivencia, pero el Estado es ante todo y primariamente una realidad política más que una realidad jurídica. La función primordial del Estado es, entonces, garantizar la supervivencia de la sociedad y siendo el Estado un ente artificial, creado por el hombre, es también, como su creador, imperfecto. No debemos olvidar que el peor escenario para la vigencia y respeto de los derechos humanos es el de conflicto abierto, la guerra. Un grupo organizado de poder, no agota la definición de Estado y el presidente electo no es el cabecilla de una cadena de mando estructurada con sus ex compañeros de promoción y los de su hermano, aunque en posibles futuros escenarios los seguidores de Gramsci puedan endilgárselo.
 
 
Urgente reconciliación nacional
 
 
Alguna vez hemos reflexionado en esta columna sobre el grave trauma que, parece aún insuperable, de enfrentarnos entre peruanos a muerte, prefiriendo favorecer al enemigo de la patria antes que ceder razonablemente entre nacionales. Por ejemplo en la Campaña de la Breña, mientras en la sierra se peleaba para empujar al enemigo hacia la costa y evitar que triunfara también en los Andes, los peruanos de la costa ya realizaban grandes negocios con el invasor; o que, mientras Cáceres lograba triunfos increíbles, en la costa el general Iglesias apoyado por el almirante Montero negociaban una paz sometida a inaceptables condiciones.
 
Lo trágico para la peruanidad es que al final, todos, peruanos e invasores, se aliaron contra Cáceres para derrotarlo en Huamachuco, y es triste y lamentable que los historiadores señalen que los militares peruanos claudicantes festejaran y se regocijaran con la derrota y la inmolación de nuestros héroes en dicha localidad. Estamos viviendo algo similar en el presente. En los noventa éramos un Estado económicamente quebrado por equivocadas políticas de gobierno y en ruinas por el accionar del terrorismo. Electoralmente postularon Vargas Llosa y Fujimori, siendo este último un perfecto desconocido para todos los peruanos; pero la vanidad de uno y la sencillez del otro hicieron que el pueblo inclinara la balanza a favor del segundo.
 
La historia la conocemos todos: el gran shock que casi nos mata de infarto por la disparada de precios, la recuperación de la economía, la inserción del país en un mercado globalizado y la derrota militar del terrorismo; aunque al final la corrupción se volvió una lacra indetenible tal como había ocurrido en el régimen militar de los setenta. Al caer Fujimori comenzó una desbocada persecución judicial en la que si los procesos y las sanciones hubiesen llegado en plazo razonable, y debidamente fundamentados, no habría cuestionamientos, pero no fue así.
 
Lo malo es saber hoy, que por el odio hacia Fujimori, ciertos políticos prefirieron negociar con el terrorismo una “reconciliación” que nunca llegó, sino que ahora la violencia otra vez nos amenaza pero con peruanos odiándose a muerte. La década del odio debe terminar para buscar una reconciliación entre peruanos. El enemigo no arrepentido está allí ahora muy fortalecido. ¿Cómo superar el estigma de que un peruano es el peor enemigo de otro peruano haciéndose amigo del enemigo de ambos?

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