jueves, 19 de setiembre de 2013

RAIMONDI, UN SABIO PARA UN PAÍS DE ENSUEÑO.

DESEMBARCÓ EN EL CALLAO el 28 de julio de 1850, cuando la patria celebraba el 29° aniversario de su independencia. El científico viajero italiano Antonio Raimondi llegaba a un país joven, atraído por su proverbial riqueza que descollaba en la multiplicidad de su flora, fauna, minería y variado territorio, todavía inexplorado.
 
Ese mismo año, el médico peruano Cayetano Heredia, rector de la escuela de medicina que tenía la denominación de Colegio Independencia, le encargó organizar la clasificación de sus colecciones y formar un Museo de Historia Natural. Raimondi inició así un trabajo que, con el discurrir de los años, devino en una gigantesca epopeya.

Antonio Raimondi nació en Milán el 19 de setiembre de 1826. Hijo de Enrique Raimondi y Rebeca Dell’Acqua, desde temprana edad se vio atraído por las ciencias naturales y, dando vuelo a esa pasión, recorrió diversos lugares de su país para realizar investigaciones propias de su vocación. Estaba muy contento con la ocupación que había elegido, pero de un momento a otro hubo de interrumpirla para alistarse como soldado y combatir por la unidad de Italia y contra la dominación austríaca. Y en esa contingencia, después de participar en la adversa campaña de Lombardía, optó por emigrar al Perú con el fin de eludir las persecuciones policiales.
Para el doctor Heredia, su presencia en Lima fue providencial, pues vino a llenar un gran vacío: no había en el Perú naturalistas de carrera ni aficionados en ciencias naturales.
 
Raimondi no tenía título ni grado de nada, pero sus conocimientos de botánica eran tan vastos que Heredia y las demás autoridades del colegio tuvieron que pasar por alto ese hecho. Al año siguiente se le confiaron las cátedras de Botánica y Geología y, con el devenir de los años, fue uno de los fundadores de la Facultad de San Fernando de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
 
La obra de Raimondi como botánico es la más prolífica de todas las disciplinas que ocuparon su atención. Buena parte de sus estudios e investigaciones se guardan en el Museo de Historia Natural de Javier Prado, donde llegué una vez como reportero en busca de información y quedé asombrado al ver de cerca sus libretas de apuntes, escritas con una letra pequeña y pulcra, además de dibujos y hojas, pétalos, vainas, etcétera, amorosamente ordenadas que, 100 años después, se conservan intactas.
 
La realidad que descubrió superó sus sueños; no solo en botánica, minería, geología, sino también en la fauna de la Costa, Sierra y Selva, hogar de multitud de animales que eran desconocidos para la ciencia de aquellos años. Lo propio se puede decir de la minería, en la que la vastedad de su aporte le valió ser considerado como el autor del primer y más completo inventario de los recursos mineros del Perú.
Durante casi 20 años el sabio recorrió nuestros más remotos territorios. Su figura quijotesca, montada sobre una acémila, con un pesado equipo instrumental-científico, apareció por doquier: trepando cumbres, cruzando desiertos, navegando ríos, hasta llegar a villorrios, campamentos y ciudades como Huaraz, donde se casó y tuvo tres hijos.
 
En Áncash realizó una labor memorable: descubrió la Puya Titanca, más tarde bautizada Raimondi, una de las plantas más impresionantes de la tierra; en Chavín de Huántar quedó deslumbrado al ingresar en sus castillos y darse de cara con la famosa Estela de Chavín, escultura pétrea cuyo traslado a Lima promovió para su estudio y conservación, y a la que en su homenaje llaman ahora Estela de Raimondi.
En su homérico trabajo analizó, además, el guano de las islas de Chincha, verificó los yacimientos salitreros de Tarapacá, recorrió las provincias auríferas de Carabaya, y descubrió múltiples grupos étnicos de hondas raíces históricas.
 
En ese discurrir, en 1890 sufrió una grave lesión a la columna vertebral, cuando se proponía –según cuenta el renombrado médico Honorio Delgado– levantar un bolsón cargado de minerales. Era el fin del científico. Su hija Elvira lo llevó entonces a casa de su amigo Arrigone –su compañero del gran viaje por el Perú–, para que muriera en su San Pedro de Lloc. Y en ese trance voló a la eternidad el sábado 23 de octubre de 1890, a las 10 de la noche.
Su obra cumbre es El Perú, obra viva y maravillosa, editada en seis tomos, en cuyo prefacio aconseja a los peruanos estudiar las riquezas naturales del país, hecho que habla mucho de su entrañable amor por nuestra Patria, al que le dedicó 40 años de estudios, trabajo, sueños y energías. Como para recordarlo siempre.

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