lunes, 9 de setiembre de 2013

90 años de soledad
 
 
Renato CisnerosEsta mujer existió. Digamos que se llamaba Jacobina. Jacobina Diez Canseco Escalante. Era descendiente directa de doña Francisca Diez Canseco, esposa del mariscal Ramón Castilla. En la década de los cuarenta, la joven Jacobina caminaba por Lima preciándose de ser la única sobrina bisnieta viva del ex presidente. Cuando iba al bazar de las Fuerzas Armadas, a la sola mención de su parentesco con Castilla se le abrían las puertas inmediatamente.
 
Pero ni esa alcurnia ni el haber crecido en un ambiente familiar prometedor salvaron a Jacobina de la que sería su gran frustración: no haberse podido casar con Florencio de los Heros, el hombre con quien mantuvo un noviazgo de cuarenta años. Cuarenta.
 
De los Heros era un próspero empresario platanero y algodonero, dueño de extensas tierras en el sur de Lima, en la zona de Mala y Cañete. Un buen día cayó víctima de una enfermedad llamada Viruela Loca, que no solo le marcó el rostro con unas llagas espantosas, sino que además le producía impotencia sexual, vergonzosa disminución que le impedía desposar a la paciente Jacobina. Dicen que Florencio se sometió a diversos tratamientos médicos, todos infructuosos; las malas lenguas, sin embargo, aseguran que en una de sus haciendas trabajaba una morena de caderas incendiarias que lo visitaba por las noches y con la que parecía superar milagrosamente los penosos inconvenientes del extraño mal que lo importunaba.
 
Jacobina soportó estoicamente el paso de las décadas, en la esperanza de que su prometido se recuperase. Mientras tanto, se solazaba coleccionando cientos de regalos para su futuro ajuar. Cada diez años, ante la renovación de votos del noviazgo, De los Heros multiplicaba los obsequios. Hay gente que asegura haber visto en el garaje de Jacobina cerros de electrodomésticos nuevos, cocinas, refrigeradoras, abrigos de armiño, jarrones de bronce, lamparones de cristal, floreros de la dinastía Ming, cajas selladas de champán, whisky, jerez, brandy, oporto, además del menaje de porcelana que se pensaba usar en la celebración de la boda, que nunca se realizó. El piso del garaje se hundió cinco centímetros por el peso de todas aquellas reliquias. Pero sin dudas lo que más llamaba la atención de los fisgones era el tálamo nupcial: una cama enorme que había sido enviada al Cusco para que el maestro Alberto Quintanilla tallara en su cabecera una delicada escena de caza. Con los años ese lecho se convertiría en una famosa pieza de arte, La Cama de Quintanilla, que hoy —intacta, jamás estrenada— se exhibe en un ignoto museo de Londres.
 
A la muerte de Florencio, Jacobina se enclaustró. En su reclusión se dedicó a leer las páginas sociales de los periódicos, jugar cartas cada quince días con amigas —viejas emperifolladas que fumaban y, entre volutas de humo, canjeaban chismes de la aristocracia limeña—, y a organizar las opíparas navidades de los Diez Canseco. Hasta el último de sus días estuvo acompañada por la fiel Nana Zenaida, una mujer tarmeña, odriísta e inmortal; el mayordomo Zenón, que al sonar de una campanilla aparecía automáticamente sin importar la hora que fuera; y el Negro Fidel, un barrendero borracho de la municipalidad de Miraflores que dormía en un cuartito del fondo la casa.
 
Jacobina murió a los noventa años. Soltera, casta, digna, con el pelo blanco como una gran mata de algodón. Su callada biografía sentimental —contada aquí tal como me fue relatada— debe ser su mejor herencia.

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