lunes, 30 de setiembre de 2013

LA CAPITAL MINERA DEL PERÚ.
 
 
La ciudad de Cerro de Pasco fue fundada a mediados del siglo dieciséis, junto a una mina de plata. Dentro de poco celebrará sus 450 años. Tiene alrededor de 70,000 habitantes. Está a más de 4,300 metros sobre el nivel de nuestras playas y es la ciudad más alta del mundo. Aquí se inauguró el primer ferrocarril de la sierra central, en 1869. Sus calles y plazuelas, bañadas por el sol en la mañana fría o cortadas por el aire helado en la noche transparente y estrellada, recuerdan otras en la sierra. Provoca caminarlas abrazado, lentamente, bajando y subiendo las cuestas de las colinas y cerros sobre los que están construidas. Saliendo hacia el sur y Lima se puede apreciar desde lo alto todo un lado de la ciudad, un paisaje pintoresco dominado por el verde intenso del campo de fútbol del estadio principal y por la laguna. Cerro de Pasco tenía dos lagunas, pero ahora solo le queda esta. A la otra se la comió la mina, junto con el centro de la ciudad y tantos barrios.
 
Hacia mediados del siglo XX se empezó a explotar a tajo abierto un yacimiento enorme de plomo y cinc y residuos de plata, exactamente debajo de la ciudad. La explotación comenzó por el centro y ha continuado avanzando, devorando la ciudad, comiéndose todo, calles y plazas, hasta la Plaza Centenario, hasta la catedral del siglo dieciocho, hasta una laguna entera. Hoy, donde quedaba el centro, hay un hueco gigantesco, un hueco de dos kilómetros de diámetro y casi medio kilómetro de profundidad. Cuando al llegar uno pregunta ingenuo por la plaza principal, la gente se ríe con cinismo y algo de amargura. "Aquí hay muchas plazas principales", dicen. La de turno es la Plaza Daniel Alcides Carrión, un hijo ilustre de esta ciudad. Los dueños de las propiedades que la rodean ya hablan de su inexorable desalojo.
 
Muchos sabemos lo que es mudarse, cómo se deja un poco de uno mismo al abandonar los lugares en donde hemos vivido, cómo una mudanza es una manera violenta de marcar el paso del tiempo. Algunos sabemos lo que es dejar nuestro barrio y nuestra ciudad. Durante las últimas décadas muchos peruanos migramos dentro de nuestro país. La migración forzada es una desgracia, uno de los terrores que nos impuso Sendero. Algo de todo esto hay en la vida cotidiana de los habitantes de Cerro de Pasco. La mina se come sus calles y ellos se van a los nuevos bordes. La ciudad ya está tomando la forma de un anillo que contempla día a día el hueco que se la está devorando, que está aniquilándola. La mina es una suerte de anti-Dios, no crea de la nada sino que convierte en nada.
 
El proceso es legal, por supuesto. La mina va recibiendo en concesión los terrenos públicos y compra las propiedades privadas que se va tragando. Los propietarios quieren el dinero y venden; los posee además la convicción de que inevitablemente el hueco se comerá todo. Alrededor del hueco los barrios parecen en guerra, con la mayoría de sus edificaciones derruidas o derruyéndose. Uno que otro se resiste a vender hasta el último, sabiendo que ya está derrotado. La mayoría no quiere abandonar este lugar que es parte ser y parte nada. Por eso se mudan dentro de la misma ciudad, que va creciendo empujada por el hueco, mirándolo como quien mira su tumba, una tumba absolutamente fiel a su esencia, una tumba que es literalmente nada. En esa tumba está su historia, quienes son y fueron los habitantes de Cerro de Pasco. Y también su futuro inevitable, engullida por el hueco, convertida en un poco de aire. La ciudad vive de la mina, pero también la alimenta, literalmente, consigo misma.
 
Existen planes para refundar la ciudad. Pero una ciudad verdaderamente nueva enfrenta el problema de no ser la original, la real. Esa es la que todavía existe alrededor del hueco y contempla el vacío en que se está convirtiendo, entregada a la mina y al progreso. Cerro de Pasco muestra de manera brutal la diferencia entre hacer algo voluntariamente y vivir con libertad. Me dicen que ha aumentado el alcoholismo y la drogadicción, particularmente entre jóvenes. No sorprende. Más bien recuerda a otros pueblos que han perdido su identidad, que viven anclados a un mundo que ya no existe, que nadie apresa pero que nunca podrán ser libres.
 
Desde hace un tiempo los habitantes conversan con los representantes de la mina sobre qué hacer. No quieren abandonar su ciudad. No actúan como agentes racionales calculando los riesgos y beneficios de sus diversas opciones. Confían, se apegan, reciben dinero, se lamentan y se quejan, se organizan y protestan, recuerdan con nostalgia, lloran, se resignan y siguen conversando, atrapados en su agonía. Supongo que en algún lugar del alma esperan que pase algo que los despierte de la pesadilla. En respuesta, ante la evidente irracionalidad del pueblo, liberalmente establecida, y amparados por la legalidad de sus acciones, la mina ha hecho poco. Aunque si consideramos fríamente el asunto, no ha hecho realmente nada además de crear nada. Después de todo, se está comiendo todo.
 
Es fácil olvidar quiénes somos. Llevados por los deseos inmediatos, nos dejamos atrapar por el presente y perdemos de vista el sentido de las cosas. La utopía liberal, una sociedad de consumidores en donde las diferencias de poder se justifican con la igualdad de libertades y oportunidades, nos está carcomiendo el alma. Estamos descuidando nuestra historia, nuestra posibilidad de grandeza, nuestras múltiples identidades y culturas. Ese es nuestro oro verdadero. Cuidémoslo; pongamos el desarrollo económico a su servicio.

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