miércoles, 14 de noviembre de 2012

 
A cinco años de su partida
 
Qué rápido ha pasado el tiempo, si parece que fue ayer, cuando por última vez besé su frente y apreté mis manos con las suyas, poco antes que entrara en la quietud Eterna.
 
 
Tenían la mansedumbre de palomas cansadas y la arrogancia enhiesta, igual que cuando las veíamos traqueteando la antigua máquina de escribir Rémington, en el escritorio de la casa y que hoy sólo suena silenciosa en nuestras mentes, en el recuerdo ido. Mi padre, Don Alfredo, no está físicamente con nosotros, lo llevamos en nuestro corazón, mente y pensamiento, como una presencia latente por todo lo que él fue y significó.
 
Su palabra siempre fue cauta, franca y docta, tanto que traslució perfectamente su pensamiento, sin remiendos ni ocultación. La tarea magisterial en la que estuvo embebido por más de medio siglo, es la más rica y vasta fuente testimonial de su notable personalidad y entrega hacia los demás.
 
Así fue mi padre, a quienes familiares y amigos le rendimos homenaje por su dedicación al periodismo y por el aporte que ofrendó durante casi sesenta años de constante enseñanza humanista, valores aprendidos, conservados y compartidos desde que los recibió de niño. Él ha muerto, en fase insoslayable de su destino. Pero allí está su espíritu en cada libro, en cada artículo que escribió, auténtico, inconfundible, en la obra que lo perenniza por siempre, como antorcha del periodismo decente y ético que perdurará en el tiempo, en las tres generaciones de Vignolo periodistas.
 
Ya no lo vemos en el escritorio de la casa leyendo algún libro con el fiel “Negro”, su engreído, o en el jardín de la chola, como le decía a mi madre, el amor de toda su vida y que compartió casi por medio siglo, ya no comeremos ravioles o lasañas y tomaremos vino tinto en una tarde cualquiera, rodeados de la familia; desde su cúspide de gloria continuó sencillo, generoso, modesto, dueño de una sola ambición, colmada: escribir cada día.
 
Mi padre fue llamado un 14 de noviembre de hace cinco años. Sus ojos como el de mi nieta Fiorella que despedían destellos esparcían afecto, amor, bondad, sencillez, ternura y franqueza con cada palabra que brotaba de sus labios, se cerraron para siempre, en ese sueño de ensueño que es la muerte Eterna, para estar a la diestra del Señor. Gracias por tanto que recibimos, su luz siempre nos alumbrará, aunque haya nubarrones, su antorcha perdurará por siempre con nosotros

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