martes, 30 de setiembre de 2014

CUIDADO HAY UN PERIODISTA.
 

Marco AvilésLa funcionaria de la embajada peruana y yo llevábamos algunos minutos conversando amigablemente hasta que le conté que era periodista. Entonces abrió los ojos con espanto y exclamó lo primero que se le vino a la cabeza: «Me dan miedo los periodistas peruanos».
 
Estaba siendo sincera. La frase le salió tan natural como el ay o el carajo automático que exclamas cuando te quemas. Luego, por supuesto, se excusó. «No es nada personal. Es que he tenido malas experiencias con tus colegas. Disculpa lo que dije». El escenario era una feria de gastronomía peruana en Nueva Jersey, ese estado norteamericano donde hay al menos cien mil peruanos ganándose la vida, y ambos coincidimos frente a un puesto de chanfainita. 
 
La mujer era muy guapa y –en el imaginario machista popular– esta es una razón suficiente para perdonar los exabruptos. Pero la triste realidad es que no había nada que perdonar. Nunca he tenido vocación de defensor del gremio de reporteros. Y, por el contrario, aunque no se lo comenté a la funcionaria, a mí también me espantan muchos de mis colegas. No estoy autorizado para revelar las razones de la diplomática pero sí las mías, a riesgo de ser considerado un vil traidor al espíritu de cuerpo del más vil de los oficios. 
 
Unos veinte restaurantes peruanos exponían lo mejor de su menú en aquella feria, desde cebiches hasta los clásicos arroces y guisos coloridos. Las familias peruanas emigrantes desfilaban ante los stands expresando diferentes reacciones. Algunos se limitaban a sentenciar: «No sabe igual que en el Perú». Otros, castigados por la distancia de su tierra, se dejaban seducir por aquellos platillos preparados con ingredientes que habían viajado al menos seis mil kilómetros de distancia. La nostalgia añade sabor a la comida. 
 
En medio de la feria, circulaban los periodistas. Un equipo de televisión –reportero y camarógrafo– se ganó mi especial interés. El periodista me interrumpió al menos dos veces mientras intentaba dialogar con los expositores. Era un hombre pequeño, en saco y pantalón, con un llamativo fotocheck colgado a manera de corbata; y cargaba un intimidante micrófono negro. Apareció mientras yo conversaba con Fernando Falcón, el dueño del stand de chanfainitas, y saltándose los modales del manual de Carreño (no interrumpas las pláticas de los mayores), comenzó a hablar con el cocinero. La realidad es sorprendente y todo es material periodístico. Todo puede ser narrado. Así que me puse a un lado y acerqué el oído.

–Estamos por irnos, Fernando –dijo el coleguita–, pero quería contarte algo. 
 
Fernando, muy educado, escuchó. El reportero le explicó que él era corresponsal de varios canales de televisión en el Perú. Pero que a la vez su trabajo era muy difícil y sacrificado. A veces los programas no le pagaban por los reportajes, y entonces él y su camarógrafo tenían que buscar maneras alternativas para poder financiarse. Una de ellas consistía en solicitar la colaboración de los personajes de sus reportajes. El reportero ofrecía colocar la nota sobre la feria gastronómica mencionando con énfasis el nombre del negocio de Fernando, pero para ello era indispensable algo.
 
–Una donación de doscientos dólares –precisó el reportero mirando al cocinero–. ¿Te interesa?   

 La escena me recordó vagamente a una mujer que vende calculadoras y artilugios para limpiar CD en las calles de Lima, y que te intercepta en el momento menos esperado –cuando comes, cuando sales del banco, cuando besas a tu novia– ofreciéndote sus productos.

–Pucha, por el momento, creo que no –dijo el cocinero y me miró, nervioso.
 
–Bueno, piénsalo –insistió el reportero–. Vamos a estar un ratito más. Nosotros somos freelance, no somos como el colega acá que parece acomodado. Nosotros la sufrimos.
 
Me miró como a un bicho incómodo. Debí poner cara de susto porque, sin que le preguntara nada, me contó que, en efecto, los canales de televisión no siempre querían pagarle por los reportajes que él les ofrecía. «Sólo cuando hay desastres y muertos, huracanes, atentados, allí sí pagan. Porque les interesa», me dijo acomodándose el cabello, raya al costado. «Estas notas sobre peruanos exitosos o ferias, tengo que luchar para ponerlas. Y cuando aparecen, son gratis». Por ese motivo, este «periodista» había implementado un curioso sistema de cobros o «donaciones» a los personajes.
 
Muy curioso. «Me dan miedo los periodistas peruanos», me había dicho unas horas antes la diplomática guapa por otros motivos. Y a mí también. 
 
No es fácil ser un periodista independiente o freelance en el Perú ni en ningún lado. 
 
El freelance lo es porque no está ligado a una empresa vía contrato, no recibe un sueldo fijo, vive de lo que vende. Y lo que vende son sus reportajes, sus documentales, sus crónicas. Quien asume el reto de hacer este tipo de periodismo, debe entender que la vida fuera de un medio de comunicación tradicional (fuera de una empresa) se parece mucho a un western. Todos tienen ambiciones, pero muchos van a morir durante la película.
 
Si eres un freelance (o quieres serlo) debes tener los pantalones bien puestos para decirles a los editores que tu trabajo (tus reportajes) tiene un precio y que, si quieren publicarlo, deben pagar por él lo que es justo. Si eres un mal periodista, lo natural es que lo que produces valga poco; pero si eres un buen profesional (o te consideras así) entonces sal al mundo a defender lo que es tuyo: tu trabajo.
 
El mercado es canalla para los freelance. Muchos medios se han mal acostumbrado a no pagar o a imponer tarifas muy bajas a los reportajes que publican. Asumen que el periodista independiente es una especie de faquir capaz de resistir más hambre que los demás mortales. O que hace lo que hace por afición, solo por amor, y que después se joda. 
 
Los reporteros –no hay que negarlo– también somos canallas a nuestra manera. Nos dejamos avasallar por las reglas de juego, y aceptamos que nos traten mal, y nos jactamos de que somos genios en las letras y terribles con los números, cuando lo cierto es que si no sabes sumar ni restar las balas se te acabarán cuando menos te lo esperas. Y terminarás aceptando trabajitos que en realidad no quieres hacer o –en el peor de los casos– te convertirás en algo que no quieres ser. Solo por dinero.
 
En la feria de cocina, el reportero que pide donaciones me contó que no le iba mal. Que vive hace un buen tiempo en Manhattan y que el trabajo no le falta. Me limité a escucharlo. Era interesante. Intercambiamos teléfonos antes de despedirnos. Él siguió pidiendo donaciones. Yo seguí con lo mío. El encuentro me dio un poco de vergüenza (ante el cocinero que lo escuchó todo), pero a la vez alivio.
 
Soy un periodista independiente y hago mil cosas para vivir como vivo. Una de ellas es publicar mis historias solo donde me pagan lo que considero justo. No publico gratis, a menos que sea para una causa sin fines de lucro. El periodismo freelance es lindo, pero es más lindo cuando paga. Si no te da para vivir bien, se vuelve una ficción. Y de eso no se trata este negocio.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario