miércoles, 8 de enero de 2014

"ANECDOTA ARRANCADA DE LA REALIDAD".

MI RESOLUCIÓN 2014
 

Resolución para el Año Nuevo

 
La nuestra, los nacidos en Talara entre las décadas de los cuarenta y los cincuenta, fue una generación profundamente marcada por el sindroma del “mal del susto”.  Crecimos asustados.  En el seno de nuestras familias era costumbre disciplinarnos asustándonos con el famoso cuco desde mucho antes que tuviéramos uso de razón.  Por quítame estas pajas nos amenazaban con el cuco.  Nos metían miedo con el cuco. El cuco vivía en los cuartos y rincones oscuros y debajo del piso de los canchones de madera. El cuco vigilaba todas nuestras acciones y cuando hacíamos alguna infantil travesura naturalmente el bendito cuco nos iba a jalar las piernas en la noche mientras dormíamos.  En algunas familias el cuco era la mano peluda que abría las ventanas para meterse en los cuartos y esconderse debajo de las camas.  Obviamente, acostarse en la oscuridad de la noche era un diario ritual asociado con el cuco o la mano peluda que vigilaban y acechaban escondidos entre las sombras, debajo de la cama o detrás de las cortinas.  Dormíamos aterrados cubiertos de pies a cabeza y hubo niños que hasta se orinaban en las camas de puro terror.  Y ese terrible miedo al cuco y a la mano peluda se acrecentaba e intensificaba estimulado por las historias de ultratumba, de apariciones de difuntos, de finaditos que arrastraban cadenas, y de almas en pena que los adultos contaban en las noches de tedio. Y no las contaban como anécdotas o cuentos de terror sino como historias verdaderas que les había sucedido a ellos, o, a algún conocido.  Era tan prevalente la figura del cuco en la realidad cultural de aquella época, que cuando algún niño se enfermaba y no se curaba era común diagnosticar su enfermedad como mal del susto –traumatizado decimos hoy en día.  Y para curar el mal del susto las familias del afectado tenían que recurrir a un curandero porque creían que la medicina tradicional era incompetente para aliviar tales males.  Y como Talara nunca sobresalió por la calidad de sus curanderos, las familias tenían que viajar a Tumbes, o a Sullana, tierras de afamados curanderos.
 
Para enmarcar estos apuntes anecdóticos dentro de una perspectiva histórica, cabe aclarar que la mayor parte de la generación de nuestros padres – y madres, claro está- arribaron a Talara en las décadas de los veinte y los treinta procedentes de zonas relativamente aledañas.  Venían de Morropón, de Sechura, de Catacaos, de Chulucanas, de Tamarindo, de Querecotillo, de Vichayal, de Amotape, de Paita, de las comarcas y pueblitos de todo ese entorno geográfico que constituía la parte norte del departamento de Piura.  Tierra rica en tradiciones folklóricas y supersticiones relacionadas con el más allá.  La mayoría de ellos eran gente del campo, gente humilde, peones o arrendatarios de chacritas de las áreas rurales, o pescadores de las zonas costeñas como Colán.  Muchos eran analfabetos, o habían recibido solamente instrucción primaria básica y vinieron a Talara atraídos por la dinámica laboral creada por la explotación de los pozos de petróleo de la Brea y Pariñas y la construcción de la refinería llevada a cabo por la  International Petoleum Company.  Llegaron a Talara como pudieron, muchos con alforjas, otros solamente con lo tenían puesto, y los hubo también algunos que llegaron en burros, con la esperanza de labrarse un futuro prometedor.  Pero mezclados con los sueños y las ilusiones trajeron también bagajes culturales, creencias, tradiciones y supersticiones propias de sus pueblos.  Y entre esas supersticiones, claro está, también se coló en Talara el mal del susto.  Lo irónico del caso es que para muchos de ellos el sueño de mejor vida en Talara se hizo realidad porque sus hijos e hijas, egresados del colegio Ignacio Merino cuando aun era mixto y era la única institución de enseñanza secundaria en Talara, llegaron a ser profesionales respetables –aquejados, en su mayoría, del sindroma del mal del susto, aunque muchos nunca se percataron de ello y sufrieron en silencio.  
 
En fin, como íbamos contando, el susodicho cuco no se esfumó cuando dejamos la infancia e ingresamos a la adolescencia, como hubiera sido natural, sino que cambió de residencia.  De debajo de la cama y del piso de los canchones de madera, se mudó al infierno y al purgatorio y se encarnó en el diablo.  En la adolescencia ya no nos metían miedo con el cuco sino con el diablo o demonio que es lo mismo.  Había que rezar, ir a misa, acudir a las procesiones, confesarse, hacer comuniones, abstenerse de pecar, de tener malos pensamientos so pena de ir al infierno –pasando primero por las llamas del Purgatorio.  Y el Reverendo Pacheco Wilson –que en paz descanse- era un experto en el arte de meter miedo a los feligreses desde su consagrado púlpito de la Iglesia La Inmaculada.
 
Con el trascurso del tiempo y de los años el cuco, que como una hiedra contumaz se había enraizado en nuestro subconsciente desde nuestra infancia, se transformó, cambio de mascara, se camufló y transmutó y cambió de nombres, pero en todas sus personificaciones continuó con su fundamental objetivo que era la de meternos miedo.  Y lo paradójico y absurdo del caso es que continua haciéndolo hasta el presente, ya bien entrada la vejez.  Siempre agazapado, en perenne estado de alerta y vigilante, eternamente a la espera de un pequeño desliz, o de un inconsecuente pecadillo de nuestra humana flaqueza.  Y cuando ello ocurre es entonces cuando el cuco salta con la velocidad de un gato montuno para meternos un fiero zarpazo en la conciencia, pero lo hace disfrazado de achaques, taquicardia, de dolor de espaldas, de angustia, de ansiedad, de depresión, de insomnio, o simplemente de hipocondría.  Pero algunas veces nos embiste inesperadamente, especialmente en momentos vulnerables, en su original versión de puro miedo, de puro terror existencial, sin que conscientemente sepamos exactamente de qué.  
 
Me preguntan los amigos cuál es mi resolución para el Año Nuevo y he decidido, de una vez por todas, buscarme un chamán de los buenos para exorcizar al maldecido cuco, darle una buena paliza y mandarlo a la mismísima mierda para que deje ya de jodernos la paciencia y de ser un obstáculo innecesario al sosiego de nuestra vejez.

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