< EXPERIENCIA PARA IMITAR >
Reencuentro con el desierto peruano
En diciembre tuve la extraordinaria oportunidad de visitar, por primera vez, la Reserva Nacional de Paracas. Digo extraordinaria porque la jornada resultó ser una experiencia verdaderamente impresionante. Pero la verdad es que cuando originalmente mi esposa me propuso realizar este viaje, en un principio acepté su propuesta reluctantemente y con desgana. Y solo lo acepté movido por el afán de satisfacer el interés de mi esposa quien tenía mucha curiosidad por conocer el entorno turístico de aquella zona.
La idea de realizar este viaje no me ilusionaba en absoluto porque como había nacido y crecido en Talara, la perspectiva de pasar unos días haciendo turismo en el desierto no me resultaba placentera. Recordaba la naturaleza inhóspita y árida de esos cerros pelados y esos inmensos parajes secos y solitarios que atravesamos cuando íbamos a Piura o a El Alto a visitar familiares. Esas eran las imágenes que llevaba grabadas en mi memoria cuando salí del Perú apenas terminada la secundaria. Y esas eran, naturalmente, las imágenes de lo que constituía el desierto peruano en mi recuerdo. Por otro lado, después de haber viajado mucho por diversos países y visitado otros continentes y haber visto paisajes encantadores, lugares pintorescos, vistas deslumbrantes y playas casi paradisíacas en diferentes latitudes del mundo, la idea de pasar unos días explorando el desierto de Paracas no me atraía en absoluto. Pero tenía que cumplir con la obligación de acompañar a mi esposa y así lo hice.
Debo confesar lo equivocado que estaba, y gracias a la iniciativa de mi esposa, que dicho sea de paso no es peruana, me siento ahora sumamente afortunado por haber tenido la excepcional oportunidad de reencontrarme con ese Perú profundo, misterioso y bello, pero desafortunadamente todavía desconocido por la mayoría de los peruanos.
El día que visitamos las Islas Ballestas había amanecido nublado y del mar se desprendía una densa neblina que dificultaba la visibilidad. A media hora de navegación, y cuando comenzábamos ya a lamentarnos de nuestra mala suerte porque la niebla no se disipaba, de pronto, como en una visión alucinante, como si de un sueño se tratase, surgieron de entre las vaporosas brumas, y ante nuestros asombrados ojos, unos inmensos peñascos rocosos cubiertos todos ellos de abundante vida marina: pingüinos, lobos marinos y una miríada de aves marinas de diversa índole que revoloteaban y graznaban en jubilosa celebración.
Había algo de sagrado, irreal y místico en esa experiencia. Era una vivencia real y concreta, no cabía duda de ello, pero era como si estuviéramos inmersos en otra dimensión de la realidad, en otra faceta de nuestro mundo conocido. Como si esos islotes hubieran surgido de un pasado remoto, o de una edad perdida en el tiempo. Al menos esa fue la impresión que sentimos en aquel momento. Después de unos treinta minutos, aproximadamente, la embarcación dio media vuelta y sumidos nuevamente en la neblina volvimos a Paracas.
Y es irónico que he tenido que recorrer medio mundo para venir a tomar conciencia y llegar a redescubrir, ya bien entrado en años, la belleza oculta, disimulada y encubierta, pero luminosa y latente en esa inmensa y vasta soledad que es el desierto peruano. Y no me refiero únicamente a la belleza física inherente en esos peñascos que son las Islas Ballestas; o a la belleza soterrada en esos inmensos arenales y dunas y en esas playas solitarias, prístinas y desiertas que abundan a lo largo de toda esa costa; o a la belleza palpitante en esos colores intensos y encendidos que los rayos del sol producen al reflejarse en la ardiente arena y que reverberan y cambian de tono de acuerdo a la hora del día y de la estructura molecular de las sustancias metálicas y fosilizadas que contienen los granos de arena.
Me refiero también a ese otro tipo de belleza espiritual que se manifiesta en ese sentimiento de tranquilidad y paz reconfortante que, en el silencio del desierto, se apodera de nosotros al sabernos completamente alejados de la civilización humana, con sus inquietantes ruidos y todas sus estresantes preocupaciones y complicaciones. Belleza espiritual también inmanente en la profunda sensación de pequeñez, insignificancia y humildad que nos embarga en esa quieta y solitaria vastedad de granos de arena, y que tiene un efecto no solo vivificante sino también purificante en los paramos recónditos del alma.
El reencuentro con el desierto de Paracas constituyó, igualmente, un reencuentro con una parte de mi ser que había dejado olvidada, o quizás escondida, en algún rincón de los recuerdos de la infancia y adolescencia vividas en Talara.
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