lunes, 3 de setiembre de 2012

O P I N I Ó N



Las primeras damas y el poder


Durante las últimas semanas se ha encendido una polémica mediática en torno a nuestra Primera Dama debido a la ola de cuestionamientos planteados por algunos congresistas de oposición y medios de comunicación, a los que parece irritar el rol activo de la esposa del Presidente de la República.

Para dar un marco más global a esta discusión queremos señalar situaciones similares vividas en Estados Unidos, país que inició la costumbre de darle un tratamiento especial a la esposa del jefe del Estado. En América Latina se comentaba criollamente que en aquella nación se les daba un papel demasiado importante a las esposas de los ejecutivos y de los políticos, y que ello era signo de que los gringos eran "sacos largos".
 
Sin embargo, esa costumbre se trasladó a nuestra región y a otros lugares del mundo.
 
Hay que puntualizar que el concepto de "primera dama" fue diseñado en una época anterior a la emancipación de las mujeres durante la segunda mitad del siglo XX. Cuando el prototipo femenino era el ama de casa sin mayor educación, se concibió a la primera dama como una figura protocolar que mostraba la estabilidad familiar del mandatario.
 
El mundo cambió y ahora tenemos mujeres de opiniones propias, con alto nivel profesional e intelectual. Esto ha conducido a que las esposas de los gobernantes, además de ser las personas de mayor confianza en el gobierno,  desempeñen un papel más activo en el mundo de la política.
 
Esto es natural por la evolución de la historia, situación que muchos peruanos aún se resisten a aceptar. 
 
Recordemos que Eleanor Roosevelt, esposa del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, no solo contribuyó de modo decisivo a la redacción de la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, sino que usó su influencia política para que se aceptara a negros como pilotos de combate, venciendo la oposición de obtusos congresistas sureños. Activista del pacifismo y los derechos humanos, viajera infatigable, otro expresidente de Estados Unidos, Harry Truman, la llamó "la primera dama del mundo".
 
Más conocida es hoy la acción política de Jackie Kennedy, esposa del asesinado presidente John F. Kennedy; en una oportunidad, llegando a México, el mandatario afirmó: "Todos saben que vengo como acompañante de Jackie".
 
El expresidente Jimmy Carter envió a su esposa Rosalynn encabezando delegaciones al exterior. En 1978, cuando se inauguró la Constituyente, la delegación de Estados Unidos fue liderada por la señora Carter. El caso de Hillary Clinton, la esposa del expresidente Bill Clinton, es muy conocido.
 
La sociedad peruana acepta sin problema a una primera dama "discreta", es decir, limitada al apoyo social y a lo protocolar, pero a muchos molesta una dama con ideas propias y capaz de expresarlas.
 
El autor de este artículo no tiene problema alguno con el rol activo de la señora Nadine Heredia y cree que gran parte de la rabiosa oposición a su actuación obedece a la profunda herencia patriarcal y machista de nuestra sociedad. Aquí se enfrentan el progresismo y la más oscura reacción.
 
 
 
¿En qué se parece una idea a un cuchillo?
 
 
El miércoles pasado en nuestro editorial “El diablo está en los detalles” nos pronunciamos en contra del proyecto de ley del gobierno que busca criminalizar hasta con ocho años de cárcel a quien apruebe, niegue o minimice los actos que según una ley, una sentencia judicial o una comisión especial –por ejemplo la Comisión de la Verdad y Reconciliación – califiquen como terrorismo.

Sostuvimos que, si bien la mayoría de peruanos puede estar de acuerdo con que Sendero Luminoso fue una banda terrorista que devastó al Perú, no existe un acuerdo generalizado sobre la mayoría de hechos específicos de esa época. Los grandes acontecimientos históricos respecto de los que parece existir consenso, dijimos, realmente están compuestos por miles de historias particulares sobre las que solemos diferir. Por ejemplo, la cantidad real de muertes, la autoría específica de cada atentado o la existencia de responsabilidad del Estado, por solo nombrar algunas. Por esta razón, es falso que pueda llegar a existir una “verdad oficial” y, como hay varias versiones de los hechos concretos, los tribunales que juzgarían a los negacionistas tendrían que escoger en cada caso la “verdad” con la que ellos coincidan y sobre la base de ella decidir quién va a la cárcel.

Existen, no obstante, más argumentos en contra de la propuesta del Ejecutivo. Y nos parece necesario seguir exponiéndolos pues hay en juego un principio demasiado importante: la libertad de expresión.

Se ha dicho que criminalizar la negación de actos terroristas no atenta contra este derecho pues el mismo tiene límites. En este Diario, por supuesto, no sostenemos que se trate de un derecho absoluto. Como dijo el juez estadounidense Oliver W. Holmes, quien causa pánico al gritar “fuego” en un teatro sabiendo que realmente no hay un incendio y pone así en riesgo las vidas de los asistentes no puede ampararse en la libertad de expresión para defender lo que hizo.

Las palabras y las ideas son como cuchillos: pueden servir para hacer daño a otras personas. Pensemos, por ejemplo, en quien difama difundiendo una noticia que menoscaba la reputación de otro, o en alguien que propaga la falsa noticia de que un banco va a quebrar generando una corrida financiera. En casos como estos, cuando las palabras y las ideas son el cuchillo con el que se apuñala, si queremos proteger las libertades de todos es necesario sancionar a quienes lo empuñan.

Pero al igual que los cuchillos, las palabras y las ideas pueden simplemente blandirse a vista de todos sin poner en riesgo a nadie. La publicación del Manifiesto Comunista, por ejemplo, por sí sola no causó ningún daño por más que haya inspirado más de una sangrienta revolución. Y por la misma razón por la que no encarcelamos a quien se pasea solo mostrando un cuchillo por la calle, no tendríamos justificación para encarcelar por su pensamiento a Marx y Engels. Ellos, a fin de cuentas, no son los responsables de los crímenes que años después cometería Stalin, de la misma forma que Alfred Nobel no es responsable por todos los atentados que se hayan cometido con dinamita, ni J. Robert Oppenheimer por Hiroshima y Nagasaki.

Igualmente, las simples afirmaciones de que Abimael Guzmán es un político y de que Sendero no fue un grupo terrorista son ideas falsas, absurdas e indignantes. Pero esas palabras, por sí solas, no afectan ni ponen en riesgo inmediato las libertades ajenas. ¿Si no generan un peligro inminente, por qué entonces habría que limitar su libre expresión?

Quizá alguien piense que, como se trata de ideas tan repugnantes, deben ser criminalizadas para mostrar el rechazo que siente la mayoría de peruanos hacia ellas. El problema es que una vez que abrimos la puerta que permite a los jueces decidir qué ideas se censuran por repulsivas, cerrarla puede resultar muy difícil. ¿Qué nos garantiza que mañana no se vetará alguna idea en la que nosotros creamos si le resulta repulsiva a la mayoría? La única manera de evitar esto es proteger todas las palabras e ideas mientras no hagan daño por sí solas. El verdadero compromiso de una sociedad con la libertad de expresión, después de todo, no se mide cuando defiende las ideas que la mayoría comparte, sino cuando lucha por aquellas que más aborrece.

El problema del negacionismo, finalmente, tiene una solución más eficaz que una mordaza. Hay que expresar abiertamente nuestra opinión en contra de lo que fue el más brutal episodio de sanguinaria psicopatía de la historia peruana. Hay que demostrar públicamente lo equivocados que están sus defensores y no darles la oportunidad de que se disfracen de víctimas a las que la sociedad no les dio la chance de ser escuchadas. Sacrificar la libertad de expresión, en cambio, tendría tanto sentido como cortarse la lengua infectada cuando existe un remedio para curarla: la verdad .

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