lunes, 1 de julio de 2013

O P I N I Ó N

POETA, ESCRITOR DRAMATURGO Y PERIODISTA
 

Fue uno de los hombres de letras más trascendentes de su tiempo. Poeta, escritor dramaturgo y periodista, destacó, además, como el gran animador cultural de la década del cincuenta. Pero su vida, tan llena de realizaciones y sueños, se apagó, inconcebiblemente, tras una cruel enfermedad, cuando apenas contaba con 41 años de edad.
 
Sebastián Salazar Bondy nació el 4 de febrero de 1924 en el limeñísimo barrio de Chacarilla. Sus primeros años escolares los hizo en el Colegio Alemán, pero, a raíz de la muerte de su señor padre, pasó a las aulas del Colegio San Agustín, “un típico colegio de clase media” –según recordaba el poeta. A los 19 años, ya en la Universidad Nacional de San Marcos, donde estudió Letras, publicó su primer poema: Rótulo de la esfinge y Bahía del dolor, en colaboración con Antenor Samaniego.
 
Estaba todavía en la universidad cuando empezó a incursionar en el periodismo, oficio que lo atraparía hasta el final de sus días. Trabajó, además, como profesor en colegios particulares de educación secundaria, y en las noches, robándole horas al sueño, pergeñaba sus primeras obras teatrales. Y en ese ímpetu, en 1948, ganó el Premio Nacional de Teatro con la obra Amor, gran laberinto. Viajó luego a Buenos Aires, donde cumplió intensas prácticas afines con su vocación.

En “los cien barrios porteños” vivió tres años. Cuando retornó a Lima ingresó a trabajar en el diario La Prensa, donde escribió, por espacio de cinco años, en la página editorial, sección en la que ancló, posiblemente, porque el oficio de escritor –igual ahora, salvo algunas excepciones– no era rentable. Fue en el diario de Baquíjano que tuve oportunidad de conocerlo, si no me equivoco, en 1954. Lo recuerdo entonces como un hombre cálido, incluso con los muchachos que recién nos iniciábamos en el oficio.
 
En 1956, luego de alejarse de La Prensa, colaboró en El Comercio y, pocos después, viajó a París para estudiar arte dramático, otra de sus pasiones. De vuelta a casa obtuvo el Premio Nacional de Periodismo 1958.
 
Alto, de estampa afilada, narigudo, transparente, en su apariencia melancólica se encubría un hombre vital y de caudalosa alegría. Sebastián fue por entonces el promotor de todo lo que tenía que ver con el arte y las letras, como acaso no ha vuelto a tener Lima. Estaba en todas partes. Se daba tiempo para todo: publicaba poemas, cuentos, novelas, escribía obras de teatro, hacía periodismo, llegaba cotidianamente al Instituto de Arte Contemporáneo –que lo regía–, dictaba clases, participaba en mesas redondas, simposios, conferencias o viajaba. Eran los tiempos en que aún no trasuntaba esa pasión política, que en los últimos tramos de esa década (1950) lo llevaría a transitar por los predios del socialismo.
 
En el año 1961 tuve ocasión de tratarlo más de cerca en la redacción del semanario Libertad, de auscultar su pensamiento y juicios sobre el destino de un país siempre en trance. Fueron los años en que vibró con su otra pasión: la política.
 
Recuerdo que por esos años devoré una de sus primeros cuentos: ‘Dios en el cafetín’ y, como aficionado al teatro, asistí a la representación de algunas de sus obras, entre ellas, No hay isla feliz, que se escenificó en el Club de Teatro, situado entonces en los bajos del cine Le París.
 
El socialismo lo había marcado con tanto fuego que una tarde en la redacción de Caretas, al ver ingresar a Genaro Carnero Checa, corrió a abrazarlo y eufóricamente le levantó el brazo, exclamando “¡Viva esa mano de oro!”. La noche anterior, Carnero Checa le había propinado una bofetada a Eudocio Ravines en plena transmisión del programa Pulso, ante el asombro de Alfonso Tealdo, moderador de ese histórico espacio televisivo.
 
En 1964 editó en México una de sus obras más memorables: Lima la horrible, que no solo es un diagnóstico de la ciudad en el espacio físico, sino también en la forma de ser limeño, con todos sus defectos, apremios, huachaferías y posibilidades, que él, como amante de su ciudad sopesó y describió sin medias tintas. Su libro provocó adversos comentarios. Pero sus críticos no siempre lo juzgaron llevando un tono mesurado. Lamentablemente, Salazar Bondy no tuvo tiempo para responder el cargamontón de muchos dolidos limeños. La muerte comenzaba a acecharle a poco de lanzar su polémico libro. Un año después –el 4 de julio de 1924–, un mal incurable lo llevaría al sueño eterno.
 

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