viernes, 17 de junio de 2011

OPINIÓN… La vieja indecencia (*)

El único mérito que puedo concederme en esta vida moteada de algunos éxitos y muchos fracasos, en esta carrera ingrata que me eligió, en este oficio artesanal de tratar de encontrar la verdad que a pocos importa y las mentiras que ya no escandalizan, el único mérito que me concedo, digo, es no haber cedido a la tentación del medio: resígnate, así es el Perú, tolera lo que todos, créele a los idiotas de la derecha, a los que hacen negocios turbios y a la vez editorializan en relación con los “valores de la democracia” (cuando la verdad es que se zurran en ella y en lo que significa).
Naces en este país hermoso y complicado y la primera sugerencia que te asalta es la del estoicismo: quédate quieto, tranquilo hermano, así es esta vaina, esto no lo arregla ni el sillau.
Y se te puede pasar la vida haciéndote de la vista gorda, haciéndote el loco y asistiendo con cara de palo a las grandes mecidas.
- Nada puedes hacer, esas son las reglas -susurra el aire tóxico de Lima-.
- Eso no lo ha cambiado nadie -remacha una sombra, la sombra de lo que pudiste ser-.
Me van a perdonar pero yo jamás creí en eso. Jamás hice el muertito en el mar de los sargazos de las voluntades quebradas o roídas. ¿Por qué? Porque siempre creí que en el país de las cabezas gachas había que mirar lo más lejos que se pudiera. Porque viendo a las hormigas a uno le dan ganas de volar. Porque hay belleza en la rebeldía y una flácida fealdad en el conformismo. Porque, en fin, siendo un viejo creyente del agnosticismo siempre he pensado que Jesucristo fue un hombre revoltoso asesinado por el orden imperante. Y que sin la rebeldía de Cáceres, habríamos detenido nuestra historia en el mísero Iglesias. Y que sin la rebeldía de De Gaulle los franceses abrían tenido que arrastrarse junto a Petin, ese gran derechista pro nazi.
Mi generación ha fracasado. Pudimos tener a un refundador del país y construimos a García. Pudimos tener a un inconforme consagrado por las multitudes, a alguien que estuviese más impulsado por el amor que por el odio, pero nos detuvimos en Robespierre y en sus reencarnaciones criollas.
Pudimos tener un país y lo que permitimos fue un mal. Ahora la pelota está en el tejado de los jóvenes. De ellos dependerá que este país cambie de verdad.
Hace como mil años que vivimos hablando en voz baja, consintiendo.
Hablamos bajito cuando los incas podían desollarte. Y más bajito cuando los españoles te podían trocear. Y todavía con murmullos cuando fuimos libre de boca para afuera pero súbditos de los sucesivos caudillos que creían que el Estado era un bien raíz y una chacra para los amigotes.
Así fuimos haciendo esta gran Aracataca. Macondo hicimos.
Pensar era -y es-  una anomalía. Disentir, una provocación. Rebelarse, una extensión de la locura. En un país dominado por la injusticia hablar de injusticia te podía costar El Frontón. Y luchar contra ella, la vida.
Frente a un Túpac Amaru hubo cien Piérolas creando sus propios califatos. Porque el miedo a la libertad no es solo el título de un libro de Fromm. Es la consigna que la derecha le ha impuesto al Perú. Está en su escudo desarmado y en sus peores genes de vendedores mayoristas de su propio país.
-Todos roban -te dicen-. Y eso es casi una invitación a robar. Porque si todos roban, ya nadie roba.
-Aquí no hay castigos ni recompensas, todo se olvida -te muelen repitiéndolo-. Y eso es otra incitación a la impunidad.
Lo criollo es también esta salsa espesa de quietud egoísta. Las verdaderas tradiciones peruanas no son las de Ricardo Palma: son decir sí y estar en la foto.
¿Exigir cambios? Eso es -dicen los que cortan el jamón y los idiotas de sus services- de chavistas, rojos, perfeccionistas, amargados y renegones. En el Perú la ira de los pobres se combate con misas o balazos y hay un estoico agazapado en cada futuro, detrás de la maleza de los días. Y cuando estemos lo suficientemente ablandados, vendrá el tiro de gracia. Y cuando venga el tiro de gracia, cuando ya no pienses sino en ti mismo y bailes solo en la loseta ínfima que te asignaron, ese será el día final de tu hechura: serás uno de ellos. Hablarás como ellos, maldecirás como ellos, venderás como ellos. Y, sobre todo, harás lo que ellos: negar al otro y sólo reconocerte entre los tuyos.
Que los jóvenes aprendan la lección. Nada cambiará si no matamos la resignación.
Porque la democracia no consiste en votar de vez en cuando. Consiste en ejercer la libertad a cada rato.
Los esclavos no aman la libertad -esa es una mentira altruista-. Solo los libres pueden amar la libertad y defenderla.
La mansedumbre no es madurez sino derrota. El aguante es la amnistía crónica. La docilidad es lo que se les exigía a los negros carabalíes embarcados a la fuerza en el puerto de Macao.
La democracia no es susurro. Es también grito. El orden no es cadavérico. Es tolerancia entre iguales.
La libertad no mata. La paciencia es una mentira teologal que contradice a Cristo y que Cipriani aplica en cada hostia. Cristo fue impaciente. La vida es una ráfaga impaciente.
Los peruanos no nacimos un día en el que Dios estuvo enfermo, como decía Vallejo de si mismo. Naceremos el día en que sepamos apreciar el vértigo creador de la palabra desacato. El desacato no es el caos. Caos es lo que vendrá cuando las presiones sociales, contenidas por el plomo y la mentira, revienten otra vez.
Felizmente, ahora se ha dado un magnífico desacato, un descomunal acto de rebelión democrática pues no se dejaron engatusar por quienes querían, en el colmo de la, indignidad, que se premiara a la hija de un ladrón y asesino -ladrona ella misma al gozar del dinero robado- con la presidencia de la República.
Y todo por cerrarle el camino a un peruano que quiere cambiar algunas cosas. Solo algunas cosas. Un señor al que la experiencia ha moderado y que se ha comprometido a no hacer experimentos anacrónicos. Pero que sí quiere que las mineras paguen lo que deben, que los impuestos sean más directos, que los viejos estén menos desamparados, que haya menos hambre y que la pobreza rural se atenúe todo lo que se pueda sin desbaratar la economía. Y que quiere también que el gas peruano abastezca primero a los peruanos y que los grandes proyectos de exploración y explotación de la minería y del petróleo se concilien con los intereses nativos y las normas ambientales que no se están cumpliendo.
La derecha quiso volver a demostrarnos que siempre ganaba. Presentó cuatro candidatos -cuatro variaciones de la misma melodía: Castañeda, Toledo, PPK y K. Fujimori- y los cuatro perdieron. Ganó un hombre gris que propuso algunos cambios. Y lo peor salió en la primera encuesta post primera vuelta y el hombre sin demasiados atributos siguió ganando. Y siguió ganando porque Lima, este espanto, no es el Perú. Porque el gobierno de Las Casuarinas está en crisis. Porque el modelo García Pérez, una combinación de Caco con Friedman, drena sanguaza.
Entonces, la derecha se propuso liquidar, de una vez y para siempre, esa pesadilla que aturde al dólar, baja las acciones, hace chorrear el rímel. Para eso estaba su tele, su radio, sus periódicos. Y se decidieron por lo previsible: la campaña del terror.
Sólo el terror podía salvarlos. Porque sabían que su prontuariada candidata era imprescindible aún para 75 por ciento de peruanos. Lo único que cabía, entonces, fue bombardear al incómodo reformista de todos los B-52 de la calumnia, el rumor, la mugre, la idiotez que los cándidos pueden propagar. El propósito fue el homicidio político del hombre que propuso algunos cambios. Y los muertos ya no podían ganar elecciones.
  Hablaron de intromisión extranjera los que quisieron anexarse a los Estados Unidos o al Chile potente que sus tatarabuelos dejaron entrar con cobardía y su desunión. Denunciaron que la libertad de prensa peligraba quienes despidieron a periodistas que se negaron a sumarse al lodo de la campaña contra Humala Tasso. Y hasta advirtieron que el empleo estaba amenazado quienes crearon la mayor cantidad imaginable de empleos-basura y services explotadoras.
Y a todo esto le llamaron “elecciones democráticas”. A ensuciar la inmundicia que llamaron “debate”. Y no tuvieron problema alguno bancando a una candidata indecente. Ellos representaron la vieja indecencia de las encomiendas, las ladronas leyes de consolidación, el festín del guano. La señora K. Fujimori les caía como un anillo al dedo. Al final, el 5 de junio, tras vencer al miedo y al terror generado por los grupos de poder económico y sus medios de comunicación aliados, el Perú votó por el cambio y logró la victoria.

(*) César Hildebrandt Pérez-Treviño
Periodista político.

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