MI RESOLUCIÓN 2014
Resolución
para el Año Nuevo
La nuestra, los nacidos en Talara entre las décadas
de los cuarenta y los cincuenta, fue una generación profundamente marcada por
el sindroma del “mal del susto”. Crecimos
asustados. En el seno de nuestras
familias era costumbre disciplinarnos asustándonos con el famoso cuco desde mucho
antes que tuviéramos uso de razón. Por
quítame estas pajas nos amenazaban con el cuco.
Nos metían miedo con el cuco. El cuco vivía en los cuartos y rincones oscuros
y debajo del piso de los canchones de madera. El cuco vigilaba todas nuestras
acciones y cuando hacíamos alguna infantil travesura naturalmente el bendito cuco
nos iba a jalar las piernas en la noche mientras dormíamos. En algunas familias el cuco era la mano
peluda que abría las ventanas para meterse en los cuartos y esconderse debajo
de las camas. Obviamente, acostarse en la
oscuridad de la noche era un diario ritual asociado con el cuco o la mano
peluda que vigilaban y acechaban escondidos entre las sombras, debajo de la
cama o detrás de las cortinas. Dormíamos
aterrados cubiertos de pies a cabeza y hubo niños que hasta se orinaban en las
camas de puro terror. Y ese terrible miedo
al cuco y a la mano peluda se acrecentaba e intensificaba estimulado por las
historias de ultratumba, de apariciones de difuntos, de finaditos que
arrastraban cadenas, y de almas en pena que los adultos contaban en las noches
de tedio. Y no las contaban como anécdotas o cuentos de terror sino como
historias verdaderas que les había sucedido a ellos, o, a algún conocido. Era tan prevalente la figura del cuco en la
realidad cultural de aquella época, que cuando algún niño se enfermaba y no se
curaba era común diagnosticar su enfermedad como mal del susto –traumatizado
decimos hoy en día. Y para curar el mal
del susto las familias del afectado tenían que recurrir a un curandero porque
creían que la medicina tradicional era incompetente para aliviar tales males. Y como Talara nunca sobresalió por la calidad
de sus curanderos, las familias tenían que viajar a Tumbes, o a Sullana,
tierras de afamados curanderos.
Para enmarcar estos apuntes anecdóticos dentro de
una perspectiva histórica, cabe aclarar que la mayor parte de la generación de
nuestros padres – y madres, claro está- arribaron a Talara en las décadas de los
veinte y los treinta procedentes de zonas relativamente aledañas. Venían de Morropón, de Sechura, de Catacaos, de
Chulucanas, de Tamarindo, de Querecotillo, de Vichayal, de Amotape, de Paita, de
las comarcas y pueblitos de todo ese entorno geográfico que constituía la parte
norte del departamento de Piura. Tierra
rica en tradiciones folklóricas y supersticiones relacionadas con el más allá. La mayoría de ellos eran gente del campo, gente
humilde, peones o arrendatarios de chacritas de las áreas rurales, o pescadores
de las zonas costeñas como Colán. Muchos
eran analfabetos, o habían recibido solamente instrucción primaria básica y
vinieron a Talara atraídos por la dinámica laboral creada por la explotación de
los pozos de petróleo de la Brea y Pariñas y la construcción de la refinería llevada
a cabo por la International Petoleum
Company. Llegaron a Talara como
pudieron, muchos con alforjas, otros solamente con lo tenían puesto, y los hubo
también algunos que llegaron en burros, con la esperanza de labrarse un futuro
prometedor. Pero mezclados con los
sueños y las ilusiones trajeron también bagajes culturales, creencias,
tradiciones y supersticiones propias de sus pueblos. Y entre esas supersticiones, claro está,
también se coló en Talara el mal del susto.
Lo irónico del caso es que para muchos de ellos el sueño de mejor vida
en Talara se hizo realidad porque sus hijos e hijas, egresados del colegio Ignacio
Merino cuando aun era mixto y era la única institución de enseñanza secundaria
en Talara, llegaron a ser profesionales respetables –aquejados, en su mayoría,
del sindroma del mal del susto, aunque muchos nunca se percataron de ello y
sufrieron en silencio.
En fin, como íbamos contando, el susodicho cuco no
se esfumó cuando dejamos la infancia e ingresamos a la adolescencia, como
hubiera sido natural, sino que cambió de residencia. De debajo de la cama y del piso de los
canchones de madera, se mudó al infierno y al purgatorio y se encarnó en el
diablo. En la adolescencia ya no nos
metían miedo con el cuco sino con el diablo o demonio que es lo mismo. Había que rezar, ir a misa, acudir a las
procesiones, confesarse, hacer comuniones, abstenerse de pecar, de tener malos pensamientos
so pena de ir al infierno –pasando primero por las llamas del Purgatorio. Y el Reverendo Pacheco Wilson –que en paz
descanse- era un experto en el arte de meter miedo a los feligreses desde su
consagrado púlpito de la Iglesia La Inmaculada.
Con el trascurso del tiempo y de los años el cuco, que
como una hiedra contumaz se había enraizado en nuestro subconsciente desde
nuestra infancia, se transformó, cambio de mascara, se camufló y transmutó y
cambió de nombres, pero en todas sus personificaciones continuó con su
fundamental objetivo que era la de meternos miedo. Y lo paradójico y absurdo del caso es que continua
haciéndolo hasta el presente, ya bien entrada la vejez. Siempre agazapado, en perenne estado de
alerta y vigilante, eternamente a la espera de un pequeño desliz, o de un
inconsecuente pecadillo de nuestra humana flaqueza. Y cuando ello ocurre es entonces cuando el
cuco salta con la velocidad de un gato montuno para meternos un fiero zarpazo
en la conciencia, pero lo hace disfrazado de achaques, taquicardia, de dolor de
espaldas, de angustia, de ansiedad, de depresión, de insomnio, o simplemente de
hipocondría. Pero algunas veces nos embiste
inesperadamente, especialmente en momentos vulnerables, en su original versión
de puro miedo, de puro terror existencial, sin que conscientemente sepamos exactamente
de qué.
Me preguntan los amigos cuál es mi resolución para
el Año Nuevo y he decidido, de una vez por todas, buscarme un chamán de los
buenos para exorcizar al maldecido cuco, darle una buena paliza y mandarlo a la
mismísima mierda para que deje ya de jodernos la paciencia y de ser un
obstáculo innecesario al sosiego de nuestra vejez.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario