IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD.
Esta semana Francia se convirtió en el décimo cuarto país que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo. Con una población de 65 millones de habitantes, se tratará del estado más populoso en hacerlo, y como dice The New Yorker: «Quizá el de mayor relevancia política».
Además de Francia, solo en abril los Congresos de otros dos países ya habían aprobado una legislación que aceptaba el matrimonio igualitario: Uruguay y Nueva Zelanda. Es probable que este mismo año se les una el Reino Unido, donde parece haber un consenso que cuenta con el apoyo del gobierno. Otros países como Colombia mantienen el debate muy activo, y aunque hace pocos días fue archivado un proyecto que buscaba legalizar estas uniones, la Corte Constitucional autorizó su existencia mediante inscripción notarial. Todo pareciera indicar que estamos entrando a una etapa donde por fin este tema deja la controversia, y comienza a aceptarse como lo que es: algo bastante elemental y más que justo.
Al matrimonio igualitario no le faltan enemigos, por cierto. A pesar de tratarse de una prioridad para el presidente Fraçois Hollande −fue una promesa de su campaña− y de contar con cerca del 60% del apoyo popular, la medida debió enfrentar una oposición muy dura. La encabezó la Iglesia Católica, que en los últimos meses organizó marchas y contramanifestaciones en París, por momentos bastante violentas. Aún ahora la policía francesa está en alerta por eventuales ataques homófobos de la extrema derecha. En Colombia también existen detractores, como el parlamentario conservador Roberto Gerlein, que durante una exposición en el Congreso llegó a decir que el sexo homosexual es «asqueroso» y «excremental».
Siempre me sorprenderá el fariseísmo de estos presuntos defensores de la moral, que para erradicar la peste homosexual que tanto temen embarran la sociedad de brutalidad física y violencia verbal, y algunas veces hasta muerte. Sus argumentos no resisten el más mínimo análisis, como no lo resistían en los años sesenta y setenta aquellos que se oponían con gran virulencia al matrimonio interracial. Mal disfrazadas de razón, detrás de estas posiciones no se esconden más que el prejuicio y el conservadurismo, quizá las reacciones más primitivas y superficiales del ser humano. Pero no solo su lógica carece de solidez: por más superiores que se sientan, tampoco parece tenerlo su escala de valores. ¿O acaso sostienen que el matrimonio homosexual conlleva algún mal mayor que el tremendo odio y la división que emplean para combatirlo?
Quizá a estas personas les convendría mirar el ejemplo de España, pionera en Europa de las uniones entre personas del mismo sexo. Allí, como dice en un editorial el diario El País, «Las bodas entre homosexuales han sido asumidas con tranquilidad». A esta medida no la siguió ninguna desgracia, ni la familia está en peligro, ni se anticipa el próximo avenimiento de algún cataclismo bíblico.
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