domingo, 14 de agosto de 2011

OPINIÓN…Incertidumbre, inseguridad y violencia

Autor:
Hugo Guerra (*)

Disparar contra la hija de un parlamentario durante un asalto y dejar parapléjica a otra menor a consecuencia de un robo son formas extremas de crímenes cotidianos que repugnan, dan asco moral.

Por eso, son entendibles aquellas voces angustiadas que exigen al Estado mayor seguridad pública y claman por una mano dura que bien podría comenzar con la tropa en las calles, avanzar con el restablecimiento de la pena de muerte y terminar en el imperio de un sistema autoritario. Pero entender el reclamo de víctimas, deudos y de aquellos que justificadamente sienten temor no debe precipitarnos.

La sociedad peruana está profundamente sumida en la incertidumbre, la inseguridad y la violencia vinculadas al proceso político-económico. Así, si bien los cambios estructurales comenzaron en 1990, la nación está recién adentrándose en los beneficios y las taras del hiperpragmatismo neoliberal que instauró el régimen autoritario de Fujimori. Y es que aunque los indicadores macroeconómicos mejoraron notablemente, la modernidad financiera no fue acompañada por una reforma ética que adecentara a un Estado confrontado por el terrorismo genocida, corroído por el narcotráfico y anquilosado por la ineficiencia de los gobiernos anteriores. Además, la corrupción –fuente medular de la violencia social– manchó severamente los buenos resultados gubernamentales del toledismo y del segundo gobierno aprista.

Frente a esos fenómenos, las instituciones llamadas a reaccionar fracasan. Mientras un sector religioso insiste en restaurar el orden desde una perspectiva ultraconservadora, los partidos políticos son incapaces de poner en debate el modelo de sociedad abierta e inclusiva que debemos construir en el siglo XXI. A su turno, la academia hace muy poco por cumplir con su rol de conciencia crítica de la sociedad.

Esa ineficiencia de quienes debieran ser los líderes naturales de treinta millones de personas no ayuda a aliviar el paso traumático de la crisis económica a la crisis ética y moral. Nuestros dirigentes no han aprendido de la historia propia, porque las etapas violentas en el Perú no son nuevas, sino baste recordar las guerras civiles y el bandolerismo que sucedieron al nacimiento de la República. Tampoco han aprendido de la historia ajena, porque, transpolando, lo que padecemos hoy aquí es similar a lo ocurrido en Nueva York de principios del siglo XIX y Chicago de la década de 1920, es decir, cuando el capitalismo entraba en sus cíclicas crisis.

La bonanza económica en el Perú no ha recalado en la base social, pero la sensación de nueva riqueza y modernidad nacional sí ha acelerado transversalmente la incertidumbre e inestabilidad psicológica de una nación en tránsito hacia modelos políticos imprecisos como el que hoy representa el humalismo. A ello se ha sumado la veloz pérdida de valores que caracterizaban a la sociedad peruana, sin que emerjan reemplazos tolerantes y democráticos.

En esta crisis posmoderna, el concepto y el ejercicio de la autoridad se han diluido sin ofrecer una propuesta de orden que vaya más allá del palo y el semáforo electrónico. Tampoco se interpretan correctamente las nuevas tendencias de aculturación, que ya han rebasado análisis antiguos como el del desborde popular. Y en estos tiempos de hiperindividualismo, no se han replanteado los auténticos derechos ciudadanos en un conjunto humano en el cual la modernidad económica incentiva a las nuevas élites de profesionales y técnicos, pero excluye sistemáticamente de la competencia a muchísimos jóvenes que llenan su desesperanza e incertidumbre con el primitivismo violento de las pandillas.

¿Reabrir penales como el Frontón y endurecer las leyes? Pueden ser medidas útiles en la emergencia. Pero la verdadera solución a un problema que incluye incertidumbre, inseguridad y violencia exige, de un lado, un auténtico liderazgo gubernamental indispensable para fortalecer la moral y capacidad operativa de la policía, mientras se revierta un sistema legal y judicial garantista y permisivo del crimen y el delito.

Del otro lado, exige entender que cualquier gobierno no podrá revertir esta situación con tiempos mínimos y recursos limitados. Los ciudadanos de a pie somos los llamados a organizarnos en todos los niveles, desde nuestras familias, el edificio, la cuadra, el barrio y el trabajo para combatir activamente la inseguridad. No con propia mano, sino con prevención, autodefensa y la más elemental convicción sobre lo que ya sabemos: la violencia es el reflejo, no el problema de fondo, porque el mal está en esa sociedad éticamente enferma que todos debemos ayudar a curar.

(*) Periodista

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